Una lectura desde el trabajo comunitario en la frontera de la frontera.
09 / 2005
La Calle 19 se encuentra ubicada en el centro de la ciudad de Bogotá (capital de Colombia). Cuando uno camina por allí no puede dejar de percatase que se encuentra en un lugar comercial. Hay restaurantes, almacenes de ropa, hoteles y, además, varias oficinas. Este sitio es bastante transitado, siempre hay peatones que deambulan con cierta prisa; velocidad propia de los ritmos de vida que se experimentan en las ciudades Latinoamericanas contemporáneas. Uno puede encontrarse con ejecutivos (empleados de oficinas), estudiantes, vendedores ambulantes y vendedores de música especializada, como rock y metal. Por cierto, entre otras cosas, la Calle 19 es un lugar en el que los coleccionistas de este tipo de música se reúnen para intercambiar acetatos, afiches, camisetas y discos compactos. Hay, igualmente, numerosos almacenes que venden ropa y accesorios con motivos alusivos a este tipo de música. La zona es evidentemente un templo para los melómanos de la música subterránea.
En uno de los muchos edificios de oficinas que circundan la calle 19 trabaja Andrea Oramas. Ella maneja el centro de documentación de CODHES, (Consultoría para el Desplazamiento y los Derechos Humanos) una ONG que trabaja sobre el tema del desplazamiento forzado en Colombia. El objetivo de la entrevista es conocer la percepción de la frontera de una persona que tuvo la oportunidad de realizar trabajo comunitario con poblaciones marginadas en una zona fronteriza, concretamente en la ciudad de Cúcuta (ciudad que se encuentra ubicada en la frontera colombo-venezolana y que es capital del departamento de Norte de Santander). La oficina es un lugar prácticamente vacío, pero tiene una panorámica privilegiada. Desde allí alcanzan a distinguirse los Cerros Orientales (formación montañosa que enmarca la ciudad de Bogotá) y se ve gran parte de la ciudad. Andrea trabaja en este lugar. Pasa las mañanas catalogando documentos, libros y revistas; así como atendiendo a personas que llegan al centro de documentación para realizar consultas. Este es el sitio en dónde tiene lugar nuestra conversación: un cuarto en el cual hay estantes con libros y montoncitos de revistas, que dejan entrever un trabajo de identificación y catalogación documental.
Andrea tiene un hijo que se llama Pablo. Cuando ella decidió viajar a Cúcuta Pablo tenía siete meses. Entre las razones que influyeron para que viajara, una tuvo especial peso: se quedó desempleada, “aquí en Bogotá no había trabajo”. La familia de su esposo vivía en Cúcuta. Entonces él le propuso que viajaran a dicha ciudad. Ya en la capital fronteriza, Andrea se estableció con su familia en Villa del Rosario. Un municipio que, debido al proceso de crecimiento de la ciudad, ha sido absorbido por el casco urbano (proceso de conurbación). La familia de su pareja es muy católica, “como gran parte de los cucuteños”, y mantienen estrechas relaciones con las parroquias de la ciudad. Entre los amigos de la familia se encontraba el padre Abimael Vacca, quien por ese entonces se desempeñaba como director de la pastoral social de Cúcuta. El padre le ofreció trabajo en el programa de seguridad alimentaria, ella, decidió aceptar la propuesta. Su tarea consistía en organizar comedores comunitarios infantiles en zonas “deprimidas” de Cúcuta. El programa de alimentación infantil contaba con apoyo del Instituto Colombiano de Bienestar familiar (ICBF). Su gestión tuvo lugar en 22 comedores, en igual número de barrios. Durante su periodo de trabajo se abrieron 5 de estos comedores. Ahora bien, su trabajo no se agotaba en la apertura y supervisión de los restaurantes comunitarios, también incluía el fortalecimiento de las comunidades mismas, con miras a no crear procesos de dependencia frente a la alimentación (seguridad alimentaria). Se pretendía brindar incentivos para la organización comunitaria. Apoyos que propiciaran la configuración de procesos de autogestión. El primer paso para lograr este cometido era que las personas contratadas para trabajar en los restaurantes debían pertenecer a la comunidad misma. Se pensaba que esto facilitaría que los trabajadores se apropiaran de los comedores. En segunda instancia Andrea organizó juntas de padres de familia en cada comedor. No siempre era fácil realizar el trabajo. Existían constantes conflictos y roces entre los miembros de las comunidades, discrepancias que no permitían que se consolidara un proceso comunitario que trascendiera las diferencias personales, y, por supuesto, se enriqueciera desde las mismas. En las discusiones de los grupos solía amenazarse al opositor con la presencia de los paramilitares. Lo cual se había vuelto una forma de expresión que evidenciaba la realidad de un fenómeno social. Los paramilitares estaban ejerciendo el control social en Cúcuta. Andrea había tenido varios indicios sobre esta situación. En primer lugar, había escuchado rumores sobre asesinatos selectivos en el centro de la ciudad. En segundo lugar, había visto camionetas de platón con vidrios polarizados que patrullaban los barrios durante altas horas de la noche. Así mismo, sabía que muchas personas aceptaban de buena gana estas formas de paraestatalidad. Se rumoraba que a los jóvenes que no se “portaban bien” les decían sus propios padres: “usted es muy rebelde, voy a llamar a los paras para que se lo lleven”. Se decía que había varios momentos de castigo en la “administración de justica” que los paras ejercían sobre los jóvenes. Primero llamaban al joven y lo regañaban. Si esto no funcionaba y el joven seguía siendo “rebelde”, entonces se lo llevaban nuevamente y le daban una paliza. Si la situación de no acato al ejercicio de autoridad paramilitar continuaba lo desaparecían.
Luego de haber trabajado en la instalación de comedores y en el fortalecimiento de las comunidades Andrea tuvo que enfrentarse a un dilema ético. Descubrió que había algunos malos manejos con los productos que se compraban para los restaurantes. “Algunos no se destinaban a los comedores sino que se les cambiaba la etiqueta y se vendían.” La razón para que se les cambiara el distintivo era que en su empaque original había un anuncio que decía “prohibida la venta.” A raíz de este incidente Andrea tuvo que dejar su trabajo en los comedores.
La mayor parte de los habitantes de las comunidades en las cuales se inauguraron los comedores eran desplazados o pobladores recientes provenientes de otros municipios. Varios de ellos habían llegado de diferentes zonas del país cargando, entre sus pocas pertenencias, con la experiencia del desarraigo. El entorno en el cual se desplegaba su vida cotidiana tuvo que ser dejado atrás por motivo del conflicto político, económico y social que experimenta Colombia. Esta situación implicó, para los pobladores, la migración hacia zonas marginales de la ciudad de Cúcuta. La dinámica de desplazamiento, sumada a otras causas, influyó en la conformación de cinturones de pobreza alrededor de la ciudadela Juan Atalaya y la ciudadela Libertad. Estos barrios se han convertido en franjas de exclusión en la ciudad fronteriza.
Andrea señala que en la zona comercial de la ciudad la relación fronteriza es totalmente diferente. Uno de los negocios de circulación fronteriza más comunes es la reventa de gasolina. Hay personas que pasan la frontera en dirección a la ciudad venezolana más cercana, que es San Antonio del Táchira, con el objetivo de comprar el combustible y traerlo a Colombia para revenderlo. Esta actividad produce dividendos suficientes a las personas que la practican, pues en San Antonio la gasolina es mucho más barata que en Cúcuta. Así mismo, hay circulación de fuerza de trabajo. Varios colombianos que habitan en Cúcuta cruzan la frontera diariamente para trabajar en San Antonio. Según pudo observar Andrea, la mayoría de estas personas se emplean en el sector comercial. Lo que si es cierto es que las condiciones laborales para estas personas, que merodean en los intersticios de la frontera, no son las mejores, dado que no cuentan con servicios de seguridad social. De otro lado, no pocas personas viajan a Venezuela para comprar víveres y alimentos, pues también son más económicos que en Cúcuta. Hay que decir que quienes no logran viajar diariamente al país vecino, pueden encontrar los productos venezolanos en un sector de Cúcuta que se conoce como La Avenida Sexta.
En cuanto a las relaciones políticas bilaterales, Andrea pudo percibir que el proceso social de la revolución bolivariana que se lleva a cabo en Venezuela tiene más bien pocos simpatizantes entre los cucuteños. En especial ente las personas que habían comprado propiedades en las ciudades fronterizas del país vecino y han experimentado la expropiación de dichos bienes. A esto se suma que, desde la percepción de Andrea, la cultura política de los ciudadanos de Cúcuta es, en gran medida, conservadora y tradicionalista. Lo cual no impide que “los mismos cucuteños que mantienen distancias frente a la propuesta bolivariana se beneficien de ella comprando productos básicos en Venezuela a precios muy económicos.”
Al parecer de Andrea la relación con la frontera es una experiencia diversificada, pues no todos los habitantes de Cúcuta tienen igual acceso a los procesos de circulación comercial y de flujo cultural en la zona. Las poblaciones que se han emplazado en los cinturones de miseria pasan los días en los barrios periféricos y se relacionan realmente poco con el centro administrativo y comercial de Cúcuta. Están excluidos de las relaciones fronterizas, o, mejor aún, hacen parte de la marginalidad de la zona de frontera. Viven, sin lugar a dudas, en la frontera de la frontera.
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, Colombie, Amérique Latine, Frontera Colombo-Venezolana, Cúcuta, La Atalaya
Intégration régionale au Chili, Colombie et Mexique
Cabe señalar la importancia de considerar las relaciones fronterizas como una dinámica de acceso diferenciado a los circuitos de circulación económicos y culturales. Las personas que habitan las ciudades fronterizas no experimentan de la misma forma los flujos de circulación mercantil, laboral y cultural. Esta experiencia deja entrever la dinámica de exclusión propia de las zonas de frontera, lo que permite dirigir la atención a las dinámicas de las personas que habitan en la frontera de la frontera. Así mismo, el proceso de circulación de flujos económicos en las fronteras implica dinámicas sociales difusas que no siempre son controladas desde la centralidad administrativa de los Estados-Nación. Por lo tanto, la frontera no sólo hace referencia a la dinámica de los Estados, sino también a los procesos de intercambio de los particulares que habitan cotidianamente la frontera. El movimiento de fuerza laboral es otra dimensión de esta relación compleja que implica la flexibilización de las prácticas del trabajo, pues los trabajadores que cruzan la frontera para emplearse tienen que vender su fuerza de trabajo sin recibir garantías de seguridad social.
Esta ficha fue realizada en el marco del desarrollo de la alianza metodológica ESPIRAL, Escritores Públicos para la Integración Regional en América Latina.
Entretien
RODRÍGUEZ ORAMAS Andrea; AV. 22 No. 43-19; Colombia, Bogotá
INTEGRACION REGIONAL, DESPLAZAMIENTO DE LA POBLACION, TRABAJO COMUNITARIO, EXCLUSION SOCIAL, MIGRACION
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