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La Reforma Agraria en América Latina: una revolución frustrada

Plinio Arruda Sampaio

03 / 2011

El presente artículo intenta presentar algunos señalamientos en relación con la situación actual que vive el campesinado y los movimientos rurales en América Latina1, después de los procesos de reforma y revolución agraria acontecidos en el continente a lo largo de casi un siglo de luchas campesinas e intervenciones del estado sobre la estructura de propiedad de la tierra en nuestros países.

Ciertamente la intervención del estado orientada a corregir defectos de la estructura agraria no es un hecho reciente en América Latina. Desde los tiempos coloniales la metrópoli, los virreyes y gobernadores generales han tratado de solucionar el desorden de los títulos legales de acceso a la tierra y los conflictos sangrientos derivados de las formas de tenencia que surgieron de la época de la “conquista” y de la implantación de la economía mercantilista en el campo latinoamericano.

Nuestra reflexión, sin embargo, se referirá únicamente a los procesos más recientes, acontecidos durante el siglo XX y conocidos bajo la denominación de reforma agraria; es decir, a aquellas políticas que se orientaron a redistribuir tierras excesivamente concentradas en manos de grandes propietarios. Además de esas intervenciones del estado en la distribución de tierras, el campo latinoamericano fue también el escenario de dos revoluciones agrarias: la Revolución Mexicana (1910) y la Revolución Boliviana (1952) que dieron origen a programas de reforma agraria.

En relación a ello, entonces, las reformas agrarias latinoamericanas acontecidas en el pasado siglo pueden clasificarse, de modo muy esquemático, en tres subconjuntos: los procesos originados a partir de revoluciones agrarias; aquellos procesos institucionales que han distribuido porcentajes significativos de la tierra a campesinos sin tierra; y, finalmente, los que se han limitado a intervenciones puntuales en la estructura de distribución de la propiedad de la tierra2.

Tanto los procesos que se han originado en revoluciones (México y Bolivia) como las reformas agrarias que han provocado alteraciones significativas en los índices de concentración de la propiedad de la tierra (realizadas en Guatemala, Chile, Perú, Nicaragua y El Salvador) han representado una substancial tranferencia de tierras de grandes terratenientes a familias de campesinos. En estos casos se creó una agricultura reformada que pasó a constituir un subsector intermedio en el marco de una agricultura dividida entre un sector comercial moderno –hegemonizado por el agronegocio– y un sector campesino tradicional dedicado tanto a la producción de subsistencia como a la venta de excedentes en el mercado.

Por otra parte, puede señalarse un segundo bloque constituido por aquellos países que realizaron reformas agrarias superficiales y que agrupa las experiencias de Brasil, Venezuela, Ecuador, Colombia, Honduras, República Dominicana y Paraguay. En estos casos la intervención del estado no hubo de alterar significativamente los índices de concentración de la propiedad de la tierra. La mayoría de estos programas fueron patrocinados por Estados Unidos en el marco de la llamada “Alianza para el Progreso” con el objetivo de crear un “colchón” de granjeros medianos entre la masa campesina tradicional y la gran propiedad comercial moderna. La preocupación evidente de Estados Unidos y de los gobiernos latinoamericanos era impedir que se expandiera en el continente el virus de la revolución cubana. Los resultados de estas seudo reformas han sido muy pobres; lo que no impidió que generasen voluminosas burocracias, totalmente incapaces de proporcionar el soporte técnico y financiero requerido para que los asentamientos resultantes de estas reformas agrarias pudiesen desarrollarse adecuadamente.

El hecho intrigante, y que requiere una explicación, es que, no obstante las grandes diferencias que pueden señalarse entre los procesos de reforma agraria que tuvieron lugar en el pasado en los distintos países del continente, la situación actual del campesinado latinoamericano –en términos económicos, sociales y políticos– presenta algunas similitudes que no deberían aparecer teniendo en cuenta que han pasado por reestructuraciones de la propiedad de la tierra de dimensiones muy distintas.

En efecto, en todos los países considerados, independientemente del grado de desarrollo y del nivel de ingreso per cápita que han alcanzado, el campesinado es el contingente poblacional más pobre, con los peores indicadores de salud e índices más bajos de expectativa de vida. Es también el sector de la población que se encuentra más alejado de la educación y de la participación en la vida política nacional. Esto es así, tanto en el sentido de la proporción de familias ubicadas por debajo de la línea de pobreza absoluta (más grande en el campo que en las ciudades) como en relación al grado de la pobreza en el que ellas se encuentran.

Otra característica común a los países del continente es la frecuencia de violentos conflictos por la tierra. En Colombia, este conflicto rebasó la cuestión de la tierra y se transformó en una guerrilla que, al politizarse, se planteó el objetivo de derrumbar el régimen político y social. Por otra parte, en México, los indígenas de Chiapas sostienen una resistencia armada contra el régimen. En Brasil, en los últimos diez años, 8.082 conflictos violentos por la tierra registrados por la CPT (Comisión Pastoral de la Tierra) de la Iglesia católica han arrojado un saldo de 379 asesinatos (de líderes campesinos, sacerdotes, monjas, abogados) resultado del accionar de sicarios contratados por grandes terratenientes, tal como el reciente caso de la religiosa norteamericana Dorothy Stang en la región amazónica. También en Perú, por más que el gobierno insista en anunciar que ha acabado con la guerrilla, los periódicos informan con frecuencia que “Sendero Luminoso” ha realizado acciones en algunas regiones del país. La violencia en el campo también está presente, aunque en una escala menor, en Guatemala, Ecuador, Bolivia y Paraguay. Incluso aquellos países donde no tienen lugar conflictos tan graves, no están exentos de ese tipo de confrontaciones.

Estos elementos comunes aparecen reflejados tanto en México –donde una revolución agraria transformó substancialmente el sistema de poder del país–, como en el Perú –donde se realizó, entre 1969 y 1973, una reforma agraria bastante radical–, y también en los países que vivieron reformas agrarias que no afectaron mayormente la estructura de tenencia de la tierra.

En el mismo sentido, otro trazo común del agro latinoamericano, independientemente del tipo de reforma agraria que se haya realizado, es la división del sector agrícola en un subsector de agricultura comercial moderna y otro de agricultura campesina. La agricultura del primer tipo se basa en la concentración de la propiedad, en el monocultivo, en la elevada capitalización de las unidades productivas, en la utilización intensiva de insumos químicos y en la mecanización. Ese tipo de agricultura, alabado diariamente por la prensa conservadora, emplea poca gente, ya que adopta una tecnología intensiva en capital y economiza fuerza de trabajo. Además paga muy mal a sus empleados porque disfruta de una amplia oferta de mano de obra, una vez que la población pobre del campo no tiene como adquirir una parcela de tierra para trabajar dado que toda ella está monopolizada por las grandes propiedades.

Por otra parte, la agricultura campesina –el conjunto formado por el campesino tradicional, el pequeño agricultor familiar que vende parte de su producción en el mercado y por los beneficiarios de la reforma agraria– ocupa las tierras de calidad inferior y, en un contexto en extremo adverso, lucha dramáticamente por la supervivencia, combinando períodos de trabajo en sus tierras con períodos de trabajo asalariado. Los gobiernos, por lo general, consideran a este segundo subsector como un residuo que tenderá a desaparecer en algunos años más –vía la migración hacia las ciudades– o bien como un sistema agrícola anacrónico, que permanecerá como herencia inasimilable de un período superado –un lastre destinado a pesar sobre la economía como un problema social. Para los gobernantes y para la academia, el futuro del campo latinoamericano está en la gran agricultura de exportación, hoy totalmente hegemonizada por las transnacionales del “agrobusiness”.

Un cuarto elemento común entre el campesinado de diferentes países de nuestra región es la reciente toma de conciencia respecto de la política. Los campesinos, especialmente los descendientes de los pueblos conquistados de la América hispánica, se han percatado de la brutal explotación que han sufrido –y que todavía sufren– y, al parecer, han decidido poner fin a tal situación. El movimiento zapatista en México, la CONAIE (Confederación de las Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y los cocaleros en Bolivia son movimientos muy bien organizados y cuyas demandas van más allá de las reivindicaciones típicamente campesinas. No reclaman solamente crédito, asistencia técnica, auxilio a la comercialización y obras de infraestructura, sino que reivindican también democracia, universalización de derechos y ciudadanía plena. La fuerza de este despertar de la conciencia indígena andina puede ser medida por la capacidad que han tenido de derrumbar nada menos que cinco presidentes en Bolivia y Ecuador a lo largo de los últimos cinco años; en Colombia, guerrillas campesinas han mantenido a los diferentes gobiernos bajo permanente presión; en México, nadie puede negar el efecto que la aparición del zapatismo ha tenido en la derrota del PRI (Partido Revolucionario Institucional) después de setenta años de dominación.

Finalmente, otro trazo común al campesinado del continente es el hecho de que se comienza a tomar conciencia, en varios países, acerca de la necesidad de ampliar el ámbito de la lucha por la tierra y transformarlo en una lucha por la transformación no sólo del modelo agrícola sino también del propio modelo económico de los países del continente. El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) de Brasil ha levantado la bandera del “modelo agrícola campesino” para sustituir el modelo del agronegocio vigente. En los asentamientos de reforma agraria que están bajo su influencia, el MST ya está ensayando, en las fincas, las estrategias económicas y agronómicas implícitas en ese modelo alternativo. Lo mismo ocurre con el Movimiento de los Pequeños Agricultores (MPA) y con el movimiento que reúne pequeños agricultores desalojados de sus tierras por las plantas hidroeléctricas (MAB, Movimento dos Atingidos por Barragem), ambos muy próximos al MST.

La idea básica de este modelo campesino es la de organizar la producción agropecuaria en función de objetivos distintos del modelo del agronegocio. No se trata, por lo tanto, de dar prioridad a la acumulación de capital sino a las necesidades alimentarias de la familia del agricultor y a la preservación de la calidad de su pequeña parcela de tierra. Por eso se pone mucho énfasis en el empleo de técnicas agrícolas no agresivas al medio ambiente y en las prácticas de conservación del suelo y de las aguas. Bajo la consigna “tierra para ser vivida”, el modelo busca atender simultáneamente a dos objetivos: por una parte, suplir las necesidades alimentarias de la familia del productor y proporcionarle un ingreso monetario compatible con un nivel de vida digno; y, por la otra, producir alimento barato y de calidad para el mercado interno brasileño. En ese contexto, las exportaciones agropecuarias, aunque importantes, no constituyen el eje de la dinámica de desarrollo del sector agrícola. El supuesto básico del modelo campesino es su integración en un modelo de desarrollo no capitalista de la economía, basado en la universalización de un nivel de consumo digno para toda la población con la finalidad de, no sólo eliminar la pobreza, sino también de reducir substancialmente las acuciantes disparidades sociales que caracterizan a los países del continente.

Lo que resulta evidente de esta somera descripción de la realidad de la reforma agraria en el continente es que procesos tan distintos como han sido las revoluciones agrarias, los programas efectivos de reforma agraria, aquellos superficiales (impulsados por la “Alianza para el Progreso”) y los casos donde no hubo modificación de la estructura de propiedad de la tierra, hayan dado como resultado, después de casi un siglo de luchas campesinas y de acciones de gobierno, situaciones que presentan similitudes importantes entre los campesinados de las diversas naciones. Debiera haber, por lo tanto, en todas estas historias agrarias nacionales algun factor común que permitiera explicar esa contradicción. En relación a ello se puede señalar, a manera de hipótesis, que ese factor común es el carácter capitalista de la economia de los países considerados. En efecto, aún en los procesos revolucionarios no hubo condiciones para una ruptura del orden capitalista.

Este señalamiento nos plantea otra indagación en relación con la existencia de diferencias entre la homogeneidad que presenta la situación de los campesinos latinoamericanos y la del campesinado en Cuba, que es un país socialista y en donde el gobierno revolucionario realizó reformas agrarias radicales, especialmente en su período inicial de implantación. La estructura agrícola que resultó de la reforma agraria cubana se caracteriza por una combinación de unidades de producción estatal con un sólido sector de pequeñas unidades privadas familiares fuertemente apoyadas por servicios estatales de planificación, asistencia técnica, financiamiento y comercialización. Una respuesta al interrogante planteado nos la ofrecen los estudios realizados por la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe). Este organismo de Naciones Unidas realiza periódicamente análisis acerca de la situación social de las poblaciones de los distintos países de nuestra región. Todos ellos han comprobado que las condiciones de vida del campesino cubano son las mejores del continente. Esa constatación es tanto más significativa cuando se consideran las dificultades extremas de la economía cubana, sometida a un embargo comercial desde hace 46 años. Sobre esta base, parece posible entonces concluir esta breve reflexión proponiendo la hipótesis de que, aún en el caso de las reformas agrarias radicales, el capitalismo tiene mecanismos de recuperación que operan en el sentido de anular los cambios en los niveles de vida del campesinado por ellas provocados. ¿No será éste un signo de que el tiempo de las políticas reformistas se ha agotado?

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